La arquitectura religiosa del reinado de Felipe
IV presenta dos fases, coincidentes con los procesos evolutivos que se dieron
en el arte barroco español a lo largo del siglo XVII.
En la primera mitad, se mantuvo la
austeridad geométrica y espacial, arrastrada del estilo herreriano, con escasos
y calculados motivos ornamentales, salvo en los interiores, que, en clara
contraposición, aparecían profusamente decorados. En la segunda mitad del
siglo, el gusto por las formas favoreció un progresivo alejamiento del
clasicismo y la incorporación de motivos naturalistas en las fachadas.
Dentro de la primera corriente, que puede
ser denominada como barroco clasicista, se encuentran la Colegiata de San
Isidro, la Ermita de San Antonio de los Portugueses y el Convento de San
Plácido.
La Colegiata de San Isidro (1622–1664)
fue fundada como iglesia del antiguo Colegio Imperial,33 situado dentro del
mismo complejo. El templo se debe a un proyecto del hermano jesuita Pedro
Sánchez de hacia 1620, iniciándose su construcción en 1622. A su muerte, en
1633, se hará cargo de la obra el hermano Francisco Bautista junto con Melchor
de Bueras. Es de planta de cruz latina y destaca por su fachada monumental,
realizada en piedra de granito y flanqueada por dos torres en los lados. Fue la
catedral provisional de Madrid desde 1885 hasta 1993.
Fachada Colegiata de San Isidro |
La Ermita de San Antonio de los
Portugueses estuvo ubicada en una isla artifical, en medio de un estanque
lobulado, dentro de los Jardines del Buen Retiro. Fue edificada entre 1635 y
1637 por Alonso Carbonel y derribada en 1761, para levantar, sobre su solar, la
Real Fábrica de Porcelana de la China, igualmente desaparecida. Su torre
cuadrangular, rematada con chapitel herreriano, y su suntuosa portada,
configurada por cuatro grandes columnas de mármol blanco y capiteles de mármol
negro, eran sus elementos más notables.
El edificio actual del Convento de San
Plácido, obra de Lorenzo de San Nicolás, data de 1641. La decoración interior
es la parte más sobresaliente y en él se conserva un Cristo yacente de Gregorio
Fernández.
Conforme fue avanzando el siglo XVII, los
exteriores sobrios fueron perdiendo vigencia y se impuso un estilo plenamente
barroco, sin apenas concesiones al clasicismo. Esta evolución puede apreciarse
en la ya citada Casa de la Villa, que, dado su prolongado proceso de construcción
(el diseño se hizo en 1629 y el edificio se terminó en 1696), fue incorporando
diferentes elementos ornamentales en su fachada clasicista, acordes con las
nuevas tendencias.
La Capilla de San Isidro ejemplifica el
apogeo del barroco. Fue construida como un anejo de la iglesia de origen
medieval de San Andrés para albergar los restos mortales de san Isidro. La
primera piedra se puso en 1642, a partir de un proyecto de Pedro de la Torre.
En 1657, José de Villarreal realizó un segundo proyecto, cuyas obras fueron
inauguradas por Felipe IV y su esposa Mariana de Austria en un acto
institucional. Fue terminada en 1699.
Junto a la basílica neoclásica de San
Francisco el Grande (siglo XVIII), se halla la Capilla del santo Cristo de los
Dolores para la Venerable Orden Tercera de San Francisco (1662–1668), realizada
por el arquitecto Francisco Bautista. En su interior sobresale la decoración
barroca, con especial mención al baldaquino, hecho en maderas, jaspes y
mármoles, donde se guarda la talla del Cristo de los Dolores.
El Convento de Nuestra Señora de la
Concepción o de las Góngoras es otro ejemplo del barroco madrileño. Debe su
nombre a Juan Jiménez de Góngora, ministro del Consejo de Castilla, quien
procedió a su creación, por encargo directo del rey, como ofrenda por el
nacimiento de su hijo Carlos (a la postre Carlos II). Fue inaugurado en 1665 y
ampliado en 1669, según un proyecto de Manuel del Olmo.
Dentro del capítulo de arquitectura
religiosa, también hay que destacar la reconstrucción de la iglesia medieval de
San Ginés, llevada a cabo, a partir de 1645, por el arquitecto Juan Ruiz. Es de
planta de cruz latina, de tres naves, con crucero y cúpula.
Escultura.
Fuente de Orfeo |
Las numerosas fundaciones religiosas
llevadas a cabo con Felipe IV generaron una importante actividad escultórica,
destinada a la realización de tallas y retablos. Hacia 1646 se estableció en la
Corte Manuel Pereira, a quien se debe el retablo de la Iglesia de San Andrés,
desaparecido durante la Guerra Civil, y la estatua de San Bruno, considerada una
de sus obras maestras, que se conserva en la Real Academia de Bellas Artes de
San Fernando.
Fuera del ámbito religioso, la producción
escultórica se desarrolló a través de dos vías: la ornamentación de calles y
plazas, mediante la construcción de fuentes artísticas (es el caso de la Fuente
de Orfeo, diseñada por Juan Gómez de Mora y terminada en 1629), y los encargos
reales, entre los que sobresale la estatua ecuestre de Felipe IV (1634–1640).
Se trata de las primera escultura a
caballo del mundo en la que éste se sostiene únicamente sobre sus patas
traseras. Es obra de Pietro Tacca, quien trabajó sobre unos bocetos hechos por
Velázquez y, según la tradición, contó con el asesoramiento científico de
Galileo Galilei. Conocida como el caballo de bronce, estuvo inialmente en el
Palacio del Buen Retiro y, en tiempos de Isabel II, fue trasladada a la Plaza
de Oriente, su actual ubicación.
Urbanismo.
En el terreno urbanístico, Felipe IV
ordenó la construcción de una cerca alrededor del casco urbano, mediante la
cual quedaron establecidos los nuevos límites de la villa, tras los procesos
expansivos de los periodos anteriores. Desde la fundación de Madrid en el siglo
IX, había sido costumbre cercar el caserío, bien con una finalidad defensiva
(murallas musulmana y cristiana), bien para el control fiscal de los abastos e
inmigración (cerca medieval de los arrabales y Cerca de Felipe II).
La Cerca de Felipe IV provocó varios
efectos en el desarrollo urbano: por un lado, impidió la expansión horizontal
de Madrid hasta bien entrado el siglo XIX, cuando fue demolida y pudieron
acometerse los primeros ensanches; y, por otro, favoreció un cierto crecimiento
vertical, dando lugar a las corralas, viviendas dispuestas en varias alturas y
organizadas en corredera, alrededor de un gran patio común.
De la citada cerca, realizada en ladrillo
y mampostería, aún se mantienen en pie algunos restos, como los situados en la
Ronda de Segovia, en los alrededores de la Puerta de Toledo.
El Puente de Toledo es otro de los
proyectos urbanísticos impulsados por el rey. Su función era enlazar
directamente el casco urbano con el camino de Toledo, salvando el río
Manzanares por la parte suroccidental de la ciudad. Fue construido por José de
Villarreal entre 1649 y 1660, a partir de un proyecto de Juan Gómez de Mora.
El puente quedó destruido en una riada y
en 1671, durante el reinado de Carlos II, se levantó uno nuevo, que también
desapareció por los mismos motivos. La estructura definitiva que ha llegado a
la actualidad corresponde al primer tercio del siglo XVIII y es obra de Pedro
de Ribera.
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